Crónicas de Waterloo Domingo, 23 noviembre 2014

Crónica de San Gabriel (El desenlace)

Marco Avilés

Periodista. Cholo. Inmigrante. Todo lo que hace se puede ver aquí: www.marcoaviles.com Su blog Crónicas de Waterloo es una propuesta para leer y reflexionar sobre periodismo en el inodoro. @marcoavilesh

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Un batallón de doscientos adolescentes formábamos filas delante de un médico militar que nos miraba con una sonrisa burlona: todos estábamos calatos. Por suerte, no hacía frío. Era verano. Un cálido día de inicios de 1995. Fujimori estaba en el poder. El Perú estaba en guerra con Ecuador. Esa mañana yo había salido de casa con el ingenuo propósito de tramitar mi boleta militar en el lugar donde, oficialmente, según los avisos en los diarios, tenía que hacerlo: el cuartel del Rímac.

Llegué. Pregunté por las oficinas. Un oficial que iba en la misma dirección tuvo la gentileza de acercarme a bordo de su jeep. Pero no había oficinas. Solo un patio y muchos chicos sin ropa. Algunos habían llegado por propia voluntad para unirse al Ejército y, de esta manera, huir de su pobreza. Pero otros lloraban. Los habían capturado sin documentos en las calles. Pronto, todos estaríamos en la selva con nuestras metralletas.

Intenté explicar mi situación, pero antes tuve que quitarme la ropa. Yo solo había ido por mi boleta, pues acababa de ingresar a la universidad, y necesitaba ese documento para acreditar que aún no era mayor de edad. Tenía que haber una fila diferente para los estudiantes.

Todos allí tenían excusas -me dijo un soldado-. Pero los oficiales no tenían tiempo para averiguar. Si era cierto lo que yo decía, mi familia se encargaría de tramitar mi liberación.

¿Mi familia? Ni siquiera sabían dónde estaba yo en ese momento. No existían los celulares. ¿Cómo iban a enterarse? Y cuando lo hicieran, si lo hacían, mi viejo me mataría a recriminaciones. ¿Por qué no le había contado que necesitaba esa boleta? Él tenía un hermano dentista asimilado al ejército. Ese familiar habría encontrado la manera de conseguirme el documento sin que yo tuviera la necesidad de correr riesgos inútiles. Teníamos, como se dice, “vara”, un padrino, un facilitador. Pero, ay de mí, no lo había usado.

En el cuartel, los chicos empezaron a desfilar delante del médico militar. No llegaba a los cuarenta años. Vestía un mandil blanco y llevaba un tablero con documentos. Uno a uno empezó a revisarnos. Los que pasaban la prueba recuperaban el derecho a vestirse, formaban otra fila y técnicamente entraban en la guerra. En mi turno, intenté explicarle al médico. Cállese, ordenó. Me miró por delante, por detrás, tomó notas, y luego me pidió mis lentes. Se los puso.

-Este no sirve -gritó.

Al rato estaba devuelta en la calle, gracias al milagro bendito de la miopía. Miré los autos. Sentí alivio. Mi padre no me llamaría inútil por no haber usado nuestras “influencias”. Muchos de mis amigos usaban las suyas para evitarse riesgos innecesarios. Así era este país. Y lo sigue siendo.

* * *

Muchos años después, mi padre y yo pasamos un día entero en la sala de emergencias del hospital Rebagliati. Él estaba muy mal. Tenía ochenta años y una fibrosis en fase final. Los médicos, rebasados de trabajo, no podían atenderlo. Las enfermeras nos decían que teníamos que esperar. Mucha gente esperaba a nuestro lado. Ancianos, sobre todo. Aguardaban a que los médicos se desocuparan para que pudieran diagnosticarlos. Y cuando los diagnosticaban, los ancianos seguían esperando, esta vez por una cama. Esperaban en sillas de ruedas, en sillas de plástico, parados, en el suelo. Recuerdo a un hombre que esperaba cargando en las manos una bolsa de orina conectada a su cuerpo mediante un tubito. Era el único que no tenía que hacer cola para ir al baño.

Los familiares de los pacientes, entretanto, hacían lo que muchas veces el instinto de supervivencia ordena hacer en la emergencia de un hospital público: llamaban por teléfono. Intentaban comunicarse con un amigo, un primo, un tío, un vecino, o quien sea que conociera a alguien del hospital. Les suplicaban, por favor, que les dieran una mano, una ayuda, para que sus parientes pudieran ser atendidos, diagnosticados, y que tuvieran pronto una cama.

Yo estaba sentado con mi padre mientras mis hermanas hacían esas llamadas. Menos de una semana después, él murió.

* * *

La semana pasada, mi hermana Elena intentó ingresar de emergencia a la clínica privada San Gabriel, donde ella está asegurada. La agobiaba un dolor insoportable en el vientre. La atendieron, la recetaron, pero la devolvieron a casa. Le dijeron que espere allí. Elena tuvo que llamar a su médico e ir a su consultorio, adolorida, para que este médico (con más paciencia y mejor trato) notara lo que el encargado de emergencia no había podido: Elena tenía una pancreatitis. Estaba mal al cubo. Ahora sí la internaron de inmediato. Pasó los siguientes días en cuidados intensivos.

La pancreatitis es una infección grave y no nace de un día para otro. Durante los tres años previos, el gastroenterólogo que atendió a Elena en esa clínica no pudo determinar que ella tenía piedras en la vesícula. El gastro la trataba por cólicos de gases. Según ella, era un médico pedante, sin paciencia. Una de esas piedras que este “especialista”, en tres años no vio (gracias a los exámenes que no hizo), generó un problema mayor. El páncreas se estaba digiriendo a sí mismo. Tres años es mucho tiempo para que un profesional, una clínica, no se dé cuenta de algo que se puede observar mediante exámenes. Para evitarse miedos muchas personas, como Elena, pagan un seguro privado y no se van al Seguro Social que, en nuestra familia, no tiene antecedentes bonitos.

Elena salió de cuidados intensivos el fin de semana pasado. Tenía un teléfono. Cuando estaba sola, llamaba a su esposo, a mis otras hermanas. También a mí, que estoy en Estados Unidos. Elena nos contaba lo que le ocurría, lo que veía, lo que le decía el personal de la clínica. Le dijeron que el páncreas debía desinflamar para que pudieran operarla y retirarle las piedras. A inicios de esta semana, sin embargo, un médico le informó que, aunque él no lo consideraba oportuno, la clínica iba a darle de alta. ¿Pero, doctor, no me tienen que operar?, le pregunto Elena.

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Luego, desde su cama, asustada, usó su teléfono. Este miércoles 18 de noviembre publiqué la primera parte de esta historia en Utero.pe y luego en Diario 16. Y muchas personas lo compartieron a través de las redes sociales.

Comentaron. Discutieron. Compartieron sus testimonios. Algunos amigos me escribieron por inbox para demostrarme su preocupación.

Marco, lo que cuentas es de extrema gravedad. La pancreatitis es muy severa, me permito recomendarte el Policlínico Japonés de la Residencial San Felipe, donde hay una doctora (no recuerdo el nombre) muy eficiente y de muy buen trato. También el gastroenterólogo C. S. que me ha tratado en años anteriores de mi “colon irritable”. Ambos, LO PRIMERO que han hecho es indicarme diagnóstico por imágenes. Saludos.”

“Acabo de leer tu historia sobre el problema de tu hermana. Si te sirve de algo, conozco a un gastroenterólogo muy bueno en la clínica Javier Prado. A mí siempre me ha curado y de arranque me ha mandado exámenes cuando he estado mal de la panza.”

“Marco, vi el post de lo de tu hermana. Quisiera ponerte en contacto con un amigo que vende un seguro internacional, que es una iniciativa que reúne a los mejores médicos del mundo. Lo que hacen es antes de entrar a cualquier tratamiento, envían una consulta a toda la red para ver casos similares y sumar experiencia.”

“(A mi cuñada) La ginecóloga la hizo dar a luz natural y cometieron muchas negligencias. (…) Fue terrible. No sé si se atrevería a contarlo pero nunca la denunció aunque quedó traumada. Después de 6 años, va tener otra bb pero pidió cesárea a su nuevo ginecólogo de otra Clínica, por supuesto.  Son casos q una escucha, ve, pero q se quedan ahí! Nunca lo denuncian. Alucina que yo analizo estas situaciones y noto que después de la indignación por el daño viene la auto culpa. Quizás no fue sólo culpa de ella? Quizás yo no seguí sus instrucciones? Quizás me dijo q puje y no pujé? (La Doctora la culpó de no ayudar en el parto) !!!! Te imaginas!!!! Es lo q pasa en todos los aspectos, igual q en la violencia a la mujer. Ella se culpa y asume q es ella quien ha propiciado el daño. Es muy humano o sólo muy peruano, no lo sé.”

Otros me dejaron comentarios en público:

Marco Avilés, acabo de leer la crónica y recordé que ayer, mientras manejaba escuché a Carla García en la radio entrevistando a la directora de un organismo que no sabía que existía y al que tu cuñado y sobrino deben acudir: la Superintendencia Nacional de Salud, Susalud. Esta dependencia tiene como función velar que se cumplan los derechos de los pacientes tanto en el sector público como el privado. El caso que relatas no es aislado, la salud se ha vuelto un negocio abusivo, las clínicas son dirigidas por empresarios sin escrúpulos y muchos doctores se vuelven monigotes de ese sistema. No se que tal funcione Susalud, la directora sonaba seria. Un abrazo y todo lo mejor para tu hermana.”

“Historias como las de tu hermana querido Marco se repiten a diario. Terrible tu comentario final: el Perú, ese lugar donde cosas que no deberían ocurrir ocurren todo el tiempo. Pronta mejoría para tu hermana.”

“Lo que escribes solo me alienta a dejar de pagar el seguro que tengo con ese grupo de clínicas. Y sí, recuerdo que al inicio nos trataban muy bien, pero con el pasar de los años sus especialistas se han vuelto pedantes, te recetan solo con la mirada (tendrán rayos que ven más allá de lo evidente? o se incomodan si preguntas mucho. Pero no es todo, te pasean por varias áreas para darte un diagnóstico (peloteo y /o pagues por más consultas???) o quieren operarte a primera instancia. Lamento lo que le ha pasado a tu hermana.”

“Yo te puedo asegurar que el sistema administrativo de San Gabriel tiene “cola de diablito” y que no por ser “paciente clase 1″ te atienden mejor . Por más de 1 año fui paciente asidua de San Gabriel no por decisión propia sino porque fue la clínica más cercana que encontraron los bomberos para dejar a esta ex señorita tras ser atropellada por la moto de una franquicia norteamericana de pizzas. No tengo quejas de los médicos y técnicos, a quienes estimo y aprecio por haber salvado mi vida, sin embargo estuve meses esperando a que me entregaran una copia de mi historial clínico que… extraviaron y del que… había pedido yo una copia para hacer trámites ante la aseguradora y también para presentar ante fiscalía. Tras dejar un mensaje en el libro de reclamaciones el caso llegó hasta Indecopi donde… jamás se presentaron al proceso de conciliación. El cuento termina con la entrega de una copia de mi historia clínica re – hecha a mano. Para mi felicidad el traumatólogo (un tipo serio que no hace bromas) realizaba seguimiento de sus pacientes a través de su computador, mientras que el neurocirujano (un señor de muy buen sentido del humor) de tanto verme sabía cual era mi estado. En el sistema informático de la clínica habían también copias de mis análisis… y en el sistema de rehabilitación física algo semejante aunque había cambiado de médico un par de veces tras ser sentirme mal tratada y humillada por una médica. Es cierto que rehacer una historia clínica es un poco complicado pero… ellos demostraron que es “posible” si se quiere.”

Y así. Las personas compartieron experiencias. Información. Desencanto. Malestar. Pronto, en la clínica, a Elena le dijeron que ya no iban a darle de alta, y que iban a seguir esperando para operarla. Elena notó un cambio en el personal. Cree que le dijeron esto porque leyeron el artículo y por la avalancha de comentarios. La otra teoría es que solo hicieron su trabajo y concluyeron que Elena no podía ser dada de alta.

Flores y pastel para Elena.

Flores y pastel para Elena.

Al día siguiente, jueves 20, Elena estaba en su habitación, cuando el mismo gerente y dueño de la cadena de clínicas a la que San Gabriel pertenece, José Álvarez Blas, acudió a visitarla. Pasó unos minutos con ella. Elena me llamó en cuanto él se marchó. Me contó que el doctor le había ofrecido disculpas por los problemas que ella tuvo que soportar. Elena le contó su tragedia. Le dijo que, según su experiencia, la clínica diferenciaba a los pacientes que tienen seguro externo (Pacífico, por ejemplo) y los tratan mejor (les hacen más exámenes) que a los que, por otro lado, tienen el seguro de la misma clínica, que es el que ella tiene ahora. Antes había tenido un seguro Pacífico. Ella notaba las diferencias. Nadie se las contaba. El doctor, muy gentil, la escuchó. Y le dijo que él mismo se interesaría por su caso y velaría por que en adelante todo marchara lo mejor posible.

Esa tarde, el doctor José Álvarez Blas me llamó por teléfono. Me dijo más o menos lo mismo que a mi hermana. Me aseguró que él mismo iba encargarse de velar por que todo se hiciera bien. Y ofreció informarme directamente sobre la cirugía y la próxima recuperación. En las horas siguientes, Elena fue operada y “se le sacó la vesícula biliar con cálculo”, según me informó Álvarez Blas en un correo. Al día siguiente, viernes 21, en otro mensaje, me confirmó que la evolución de mi hermana era buena y que ella ya se encontraba en su habitación.

Yo aproveché este canal de comunicación y le trasladé al doctor una pregunta que intrigaba al hijo de Elena, mi sobrino Carlos, de diecinueve años, quien había seguido muy alarmado y con impotencia todo este caso. Carlos me dijo esto por chat, cuando le conté que el Dr. Álvarez Blas se había comunicado conmigo y que había sido muy gentil:

Te dijo q iban a hacer con el doctor malo?

Se refería al gastroenterólogo Juan Máximo Capcha Ramírez, quien había atendido durante tres años a su mamá. En su último mensaje, ayer viernes 21 de noviembre, el doctor Álvarez Blas respondió:

“En cuanto al Dr. Capcha se verá  y discutirá el caso en el comité de ética médica que tiene la clínica y que lo preside la dirección médica, a la cual ya se le pidió esta reunión. Será lo más objetiva y científica la discusión entre otros especialistas de gastroenterología. Te informaré al respecto.”

Esta mañana, sábado, le reenvié ese mensaje a Carlos, mi sobrino.
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* * *

Mi sobrino es aún adolescente. Me pregunto cuáles son sus conclusiones. ¿Qué lecciones saca de lo ocurrido?

Esta historia trasciende los pasillos del sistema de salud. Su verdadera gravedad, si la tiene, es que dice cómo funciona un país. Un país cuyas instituciones (públicas y privadas) son aún muy cortesanas, virreinales.

En este país lleno de reglas y procedimientos que no se cumplen, necesitas gritar, llamar por teléfono, hacer pesar tus contactos (aunque solo sean los de Facebook), para que los funcionarios te atiendan como debe ser. Un día casi me voy a la guerra por no “aprovechar” mis contactos. Veinte años después, mi hermana fue enviada a casa con una gastritis gravísima pero se le ocurrió mover sus contactos. Y con tanto susto y esfuerzo conquistó el derecho a que la atendieran de manera civilizada.

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Elena hoy, ya en su casa, con la familia y con un pastel de poro y tocino que comerá solo con la imaginación.

El tema es complejo porque es invisible. No se trata solo de sancionar a los que actúan mal. Porque incluso los que nos creemos “buenos” terminamos alimentando el monstruo: llamando a nuestros padrinos, usando nuestra vara, sobornando a los sobornables.

No es un asunto solo de personas corruptas. Es que el sistema y las mentalidades lo son. Crecemos y nos educamos en esta trituradora. Los adolescentes aprenden las reglas de la supervivencia. Luego, de grandes, las aplican.

Y los que no aprenden o no pueden o no tienen cómo, pues se joden. Siempre se joden.

Este es un momento especial para el país. Hay más dinero. Optimismo. “Ser un país del primer mundo es una gran posibilidad”, dijo el presidente de IPAE, al final de la CADE, esa cumbre anual de dignatarios y gente importante, que terminó más o menos cuando comenzó la tragedia de Elena. La Historia Universal enseña que “ser un país del primer mundo” (en caso de que algo así aún exista) nunca ha dependido solo de los buenos deseos o de saber capturar las posibilidades del azar. Ni siquiera depende de que seas rico. El desarrollo demanda gente con buena educación y que respete al otro.

El dinero por el dinero solo crea malestar. Y eso es lo que nos está pasando.

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Coda

También recibí esta carta firmada por la directora médica de la clínica. Quizá lo que conté arriba la pone en contexto y la complementa.

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Marco Avilés

Periodista. Cholo. Inmigrante. Todo lo que hace se puede ver aquí: www.marcoaviles.com Su blog Crónicas de Waterloo es una propuesta para leer y reflexionar sobre periodismo en el inodoro. @marcoavilesh